¿Dónde está, oh muerte, tu aguijón? ¿dónde, oh sepulcro, tu victoria? Ya que el aguijón de la muerte es el pecado, y la potencia del pecado, la ley. Mas a Dios gracias, que nos da la victoria por el Señor nuestro Jesucristo.
Ateos y agnósticos lo deben reconocer: no hay salvación en este mundo. La ética más elevada, la más noble, toda es temporal y, por lo tanto, se derrumba ante la muerte. Por eso entre ateos la muerte es más “respetada” que Dios. Como un hecho palpable, la muerte representa la barrera infranqueable que ningún ser humano ha podido violar. Todos podemos ir de aquí a allá pero nadie lo hace de allá para acá. El más allá no es científicamente comprobable. Lo único comprobable es que el cuerpo humano se deshace, se corrompe; huesos y carne llenos de gusanos, olores nauseabundos, ahí termina la experiencia humana. Y, por lo tanto, ahí terminan las ideas de los más grandes pensadores de la humanidad.
El llanto de la muerte. El llanto que es egoísta. Lloramos porque ya no vamos a ver y sentir. Si vas a morir, ¿por qué llorar? Porque te gusta, porque aparece el egoísmo. En todo el proceso luctuoso hay ego. Yo, yo, yo: los “tanatólogos” tratan de paliar ese yo con el “otro”. Déjalo ir, tú no eres culpable, vive y deja vivir, frases para el yo. Si alguien murió, ¿por qué lo lloras? Lo mismo: soy yo quien ya no lo voy a ver, soy yo el que no va a gozar de esta persona. El egoísmo pulula en el ser humano. El orgullo es el cáncer del alma humana.
Aquí está la peculiaridad del cristiano: debe morir a sí mismo debe creer creer en un ser que ha trascendido la muerte. Las dos cosas a la vez, sin alguna de los dos no puedes llamarte seriamente cristiano. El misterio de la muerte se convierte en una promesa resplandeciente, la promesa de que hay algo después de morir y ese algo es mejor y diferente al hoy. La muerte ha sido vencida por Jesús. Él es el primero de todos. El cristiano sabe que Jesús abrió esa puerta para todos los que han decidido seguirlo. Con la muerte llega la santificación; es decir, la unión eterna con el Padre. Por eso, el cristiano puede decir, con Pablo: “para mí el morir es ganancia y el vivir es Cristo”.
Los dos requisitos:. “El vivir es Cristo”: aquí está la segunda parte del ser cristiano, la gran crítica de los creyentes en el progreso. ¿No que cada uno es el arquitecto de su propio destino? ¿De verdad? El cristiano responde con un enfático no. Ahora el sujeto está supeditado al Ser Supremo. ¿Es debilidad o fortaleza? ¿Qué se necesita tener más: una victoria de la humildad o una derrota del yo? Y en todo caso, ¿qué es más importante? Un orgulloso requiere de valor para renunciar a la guía propia. Ahora ya no vive por asuntos mundanos sino por un asunto superior que algunos llaman cielo. Vive en el planeta Tierra pero piensa en otro plano de la realidad. Caminamos abajo pero vemos hacia arriba. Y esto sólo si hacemos de Jesús nuestro Señor.
Así que el valor del cristiano ante la muerte proviene de esa creencia en que Jesús es el arma que da la victoria ante el aguijón. Creemos que hay algo más allá de los huesos o las cenizas. El Antiguo Testamento tiene toda la razón: polvo somos y en polvo nos convertiremos. Sí: el cuerpo humano, la carne está destinada a volver a la tierra. Pero el Espíritu tiene algo más grande que lo espera cuando se separa del cuerpo: Dios mismo. Así que podemos preguntarnos con Pablo: ¿dónde está tu aguijón?
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1 Corintios 15:55-57
¿Dónde está, oh muerte, tu aguijón? ¿dónde, oh sepulcro, tu victoria? Ya que el aguijón de la muerte es el pecado, y la potencia del pecado, la ley. Mas a Dios gracias, que nos da la victoria por el Señor nuestro Jesucristo.
Ateos y agnósticos lo deben reconocer: no hay salvación en este mundo. La ética más elevada, la más noble, toda es temporal y, por lo tanto, se derrumba ante la muerte. Por eso entre ateos la muerte es más “respetada” que Dios. Como un hecho palpable, la muerte representa la barrera infranqueable que ningún ser humano ha podido violar. Todos podemos ir de aquí a allá pero nadie lo hace de allá para acá. El más allá no es científicamente comprobable. Lo único comprobable es que el cuerpo humano se deshace, se corrompe; huesos y carne llenos de gusanos, olores nauseabundos, ahí termina la experiencia humana. Y, por lo tanto, ahí terminan las ideas de los más grandes pensadores de la humanidad.
El llanto de la muerte. El llanto que es egoísta. Lloramos porque ya no vamos a ver y sentir. Si vas a morir, ¿por qué llorar? Porque te gusta, porque aparece el egoísmo. En todo el proceso luctuoso hay ego. Yo, yo, yo: los “tanatólogos” tratan de paliar ese yo con el “otro”. Déjalo ir, tú no eres culpable, vive y deja vivir, frases para el yo. Si alguien murió, ¿por qué lo lloras? Lo mismo: soy yo quien ya no lo voy a ver, soy yo el que no va a gozar de esta persona. El egoísmo pulula en el ser humano. El orgullo es el cáncer del alma humana.
Aquí está la peculiaridad del cristiano: debe morir a sí mismo debe creer creer en un ser que ha trascendido la muerte. Las dos cosas a la vez, sin alguna de los dos no puedes llamarte seriamente cristiano. El misterio de la muerte se convierte en una promesa resplandeciente, la promesa de que hay algo después de morir y ese algo es mejor y diferente al hoy. La muerte ha sido vencida por Jesús. Él es el primero de todos. El cristiano sabe que Jesús abrió esa puerta para todos los que han decidido seguirlo. Con la muerte llega la santificación; es decir, la unión eterna con el Padre. Por eso, el cristiano puede decir, con Pablo: “para mí el morir es ganancia y el vivir es Cristo”.
Los dos requisitos:. “El vivir es Cristo”: aquí está la segunda parte del ser cristiano, la gran crítica de los creyentes en el progreso. ¿No que cada uno es el arquitecto de su propio destino? ¿De verdad? El cristiano responde con un enfático no. Ahora el sujeto está supeditado al Ser Supremo. ¿Es debilidad o fortaleza? ¿Qué se necesita tener más: una victoria de la humildad o una derrota del yo? Y en todo caso, ¿qué es más importante? Un orgulloso requiere de valor para renunciar a la guía propia. Ahora ya no vive por asuntos mundanos sino por un asunto superior que algunos llaman cielo. Vive en el planeta Tierra pero piensa en otro plano de la realidad. Caminamos abajo pero vemos hacia arriba. Y esto sólo si hacemos de Jesús nuestro Señor.
Así que el valor del cristiano ante la muerte proviene de esa creencia en que Jesús es el arma que da la victoria ante el aguijón. Creemos que hay algo más allá de los huesos o las cenizas. El Antiguo Testamento tiene toda la razón: polvo somos y en polvo nos convertiremos. Sí: el cuerpo humano, la carne está destinada a volver a la tierra. Pero el Espíritu tiene algo más grande que lo espera cuando se separa del cuerpo: Dios mismo. Así que podemos preguntarnos con Pablo: ¿dónde está tu aguijón?